Texas
Dedicado a Ana, Jesús, Adán,
José Luis, Simitrio y Patricio:
historiadores de mundos imposibles.
Jadeante y
orgulloso, pidió que trajesen a Davy Crockett.
Mirándolo de
abajo hacia arriba se encontró con una figura soñolienta, grandes ojeras
azulosas que resaltaban en la cara de piel blanca. -A éste lo sientan aquí, a
mi lado -ordenó sin despegarle la vista.
Poco le
importaba el sangrado profuso del brazo izquierdo que, torniquete improvisado
de por medio, esperaba la cirugía urgente del médico que bailaba sin ritmo,
dejando caer el peso del cuerpo alternadamente entre una pierna y otra.
-Quédese quieto,
doctor; no crea que me voy a morir por esto. Mi brazo ya no se cuenta entre los
vivos, pero a esos tales vamos a hacer que el infierno les sepa dulce.
Recordó el
desaire, aquel ‘no’ rotundo que había deshecho sus aspiraciones -quince años
atrás- de emparentar con la naciente monarquía mexicana. Que Agustín no lo
mirase con buenos ojos -y de facto, que no lo mirase de modo alguno- era una cosa,
comprensible por demás. Pero que su hermana, viejecilla enjuta embalsamada
entre talcos y lociones europeas, le haya dicho que no cuando él lucía sus
mejores atavíos, tenía las carnes fuertes y macizas y el humor masculino en su
ápice, que le hubiese dicho que ‘no estaba el horno para asar castañas’ y que
‘nunca se le había dado la maternidad y menos, cuidar de ahijados y sobrinos
postizos’, eso sí caló en la autoestima de Antonio.
Allí, frente a
las puertas de ese bastión tejano, enterado de las aventuras y las hazañas que
se atribuían a Davy y corrían de manera más o menos uniforme por todo el país,
él iba a encargarse de reivindicar por lo alto la monarquía mexicana y
recuperar lo que perdiese aquel fatídico doce de agosto de mil ochocientos once
cuando Francisco Xavier Venegas, el virrey recién nombrado, personalmente y
para quedar bien con la Corona Española se dio a la caza del cura excomulgado sin
prever que se había aliado con las fuerzas norteamericanas. Bastaron un par de
escaramuzas y una emboscada allí, en El Álamo, para hacerle firmar la donación
voluntaria ‘y con todos los reales’ de la mitad del territorio mexicano a la
joven confederación norteamericana.
Miguel Hidalgo,
desde entonces senador norteamericano por el estado de Texas, vivía en una
amplísima finca que el cabildo de Austin le había concedido. Estratégicamente
ubicada a una veintena de leguas, estaba lo suficientemente cerca para ir y
venir en un par de horas a paso de carreta jalada por una buena cuadrilla y lo
suficientemente lejos para darse a la huida de ser necesario y escabullirse si
no había otra opción.
Ambas
posibilidades con el tiempo deslucieron su validez y fuerza, permitiendo que
emergiese la razón verdadera y principal de aquella jugarreta: a Miguel no se
le quería ‘a tiro de piedra’. Así, avejentado y con una papada decrépita
colgándole de oreja a oreja, el sacerdote excomulgado se hizo llevar en el mismo
carruaje que había hecho el trayecto entre la capital del estado y su finca una
veintena de años, hasta el lugar donde el general mexicano había capturado a
Davy. Ambos habían hecho migas y bebido algunos tequilas y whiskies en las
áridas tardes de julio mientras discurrían sobre la conveniencia de tener a
Davy cumpliendo un segundo mandato en el Congreso de los Estados Unidos y
tomando la estafeta que Miguel le cedería con gusto.
Ahora, frente al
ejército mexicano que acampaba alrededor del fortín, cuyas puertas arrancadas y
despedazadas a punta de hacha servían para alimentar hogueras situadas
estratégicamente en el perímetro, escuchó la voz enérgica de un sargento de
uniforme terroso y porte orgulloso: ‘santo y seña’.
Bastó con decir
su nombre, ‘Miguel’, para que le fuese concedido el paso. Al descender miró en
el rincón más alejado del patio y bajo una techumbre sumida en la penumbra, un
tronco de árbol partido también a punta de hacha en varias secciones, una para
cada uno de los prisioneros. Una mujer morena y un chiquillo que apenas si
acababa de entrar en la adolescencia. En el otro extremo de la mesa, callado y
cabizbajo, reconoció al oriundo de Tennessee que alguna vez fuese congresista.
-¡Don Miguel!
Pásele y arrímese una silla. Siempre hay algo de injusto cuando la victoria no
es compartida por los vencidos y cuando a los vencidos no se les da la oportunidad
de defenderse. Por eso le mandé llamar; para escucharlo y darle la oportunidad
de decir todo lo que tenga por decir en su favor y en favor de esos infelices
que ve usted allí. La Monarquía Mexicana se toma muy en serio los derechos y
las atribuciones de todos sus vasallos y esto vale también por aquellos que, en
su nombre, buscan expandir la superficie de sus territorios.
Wilhelmina Logan
era el nombre de la mujer que no osaba alzar la mirada, sentada en el rincón.
Miguel lo sabía porque era su esposa ante la ley de los Estados Unidos y era
ella quien le había cuidado y servido quince años. Michael Hidalgo Logan era el
nombre del muchacho de ojos llorosos, quien tampoco osaba emitir un sollozo y
sentíase confortado por la presencia de su madre y ahora, la presencia de su
padre.
-Es curioso que,
siendo las vísperas del cuatro de julio, se os haya concedido por el cielo y
también por mi humildísima persona la oportunidad de cambiar el destino no sólo
de vuestras vidas, sino de una nación y es más, de dos naciones. Con la firma
de dos congresistas será más que suficiente. El señor Crockett y usted, Don
Miguel, firmarán el acta donde formalmente, en nombre del pueblo
norteamericano, devolverán el territorio texano a la Monarquía Mexicana.
Después, nos pondremos en camino y en veintidós días estaremos llegando a la
Ciudad de México, justo para el festejo por el doce de agosto, día que cambiará
de luto y pérdida a triunfo y reconquista. Agustín I, nuestro gran monarca, os
ha concedido una finca en las cercanías de Guanajuato, donde puede pasar el
resto de sus días, a salvo y sin que nada falte a su mujer y su hijo. Al señor
Crockett le ha concedido también una casona muy amplia, situada a un lado de la
municipalidad, que contará con un destacamento permanente que sirva a la vez de
protección y prevención. Espero que ambos comprendan que la Monarquía Mexicana
confía en sus hijos, pero siempre desconfiará de los extranjeros y más si estos
provienen de un país del que sólo hemos recibido hostilidades y desazones.
Un hilillo de
sangre seca escurría por el brazo izquierdo y comenzaba a gotear nuevamente,
formando una mancha negruzca en una losa de cantera. El doctor, percibiendo el
peligro inminente de una infección y de la pérdida de sangre, se atrevió a
importunar. -Don Antonio, por favor, es necesario que le revise…
-¡Espéreme,
Doctor, que este guiso ya se coció! Si considera necesario, apriétele más al
torniquete, que de aquí no puedo moverme hasta que esto esté cumplimentado
según la indicación que se me fue dada por su Alteza Agustín I.
Dirigiéndose
después a Miguel, le conminó a que saldasen aquel asunto.
-Este doctor me
está poniendo de malas, dice que si no le mete la sierra a mi brazo entonces
habré de morir y créame, Don Miguel, que no tengo pensado morirme esta noche ni
en las noches que vendrán. Así que tendré mucho gusto en que me firmen las
actas con las que finiquitaremos este tratado. Y como ignoro si en sus
múltiples encuentros previos el señor Crockett ha tenido la oportunidad de
aprender el castellano, le agradeceré que le haga extensa la invitación a
firmar también los documentos.
Alzándose de su
silla, Miguel comenzó a hablar pausadamente, con una voz gastada y tambaleante,
tratando de encontrar el tono adecuado pero la garganta se deshacía en
fiorituras débiles que semejaban un susurro.
-Antonio, me
acuerdo de ti. Eras un niño y pensabas que gritando y empuñando un machete
podrías cambiar el parecer de la Corona Española. Al igual que tú, pensábamos y
estábamos convencidos de lo mismo. Pero no contábamos con un detalle que
finalmente, inclinó la balanza para ordenar las cosas tal como las vemos hoy.
El pueblo odia al amo que le trata mal pero al mismo tiempo obedece al amo que
le trata mal, aunque le mate de hambre y le haga sufrir penurias, si sabe que
tal amo un día cualquiera puede ponerle el cepo y enviarle a las mazmorras. En
cambio, al amo que le trata bien, termina por despreciarle y cortarle la cabeza
sin consideración. Esto último se considera debilidad, y no ha habido jamás
gobierno alguno que se afiance en la debilidad o que haga de la debilidad su
voz principal. Por eso y obrando en consecuencia, muy a mi pesar, me veré
obligado a declinar la invitación. Podré haber sido traidor a la Corona
Española una vez y eso bien puedo llevarlo en la vida que me queda, pero
traicionar a quienes me han dado cobijo y un reconocimiento que jamás podría
haber alcanzado en los territorios de la Monarquía Mexicana que representas,
eso no estoy dispuesto a hacerlo. Espero que ahora, siendo un hombre cabal,
puedas entender mi postura y mis razones.
Sin concederle
réplica, Antonio se alzó también de la silla y dio una indicación corta,
unívoca, al sargento de uniforme terroso y los soldados allí presentes.
-¡Pónganlos en puntillas!
Acto seguido,
lanzaron tres cuerdas sobre la gruesa viga que sostenía una parte de la
techumbre bajo la cual habían estado sentados los prisioneros y haciendo
amarres de horcas en un extremo, sujetaron por el cuello a la mujer y al niño.
Después tomaron a Davy, obligándole a subir al último tronco y alzaron
simultáneamente a los tres, sin detenerse hasta que sus pies apenas rozaban los
maderos, dándoles apenas la oportunidad de respirar, si bien de manera muy
forzada.
-Ahora, por
favor, al señor Crockett pueden rasparle un poco las plantas de los pies. Creo
que con ello le ayudaremos a decidirse con mayor premura sobre el asunto que
nos atañe.
Un par de
soldados le quitaron el calzado militar y el sargento personalmente desolló las
plantas con una exactitud milimétrica.
-Sargento, usted
es un digno hijo de su padre. Doctor, siéntase orgulloso de su hijo, esperemos
que Don Miguel entre en razón sin hacernos perder tanto el tiempo.
El sargento
asintió y miró al doctor, quien haciendo un breve gesto de aprobación pudo
comprobar que el sangrado del brazo continuaba, aunque con menor intensidad.
Ajustar el torniquete había funcionado, pero aquella era una medida desesperada,
situada en el más alejado de los extremos.
-No pretendo
daros una clase de catecismo ni de historia sacra. Pedro traicionó tres veces y
tres veces fue perdonado, así que bien se puede vivir una vida estando marcado
por una doble traición. No es ese el problema que atormentará en estos momentos
vuestra conciencia, Miguel, sino decidir cuál de las dos traiciones será más
llevadera: firmar un papel fabricado en territorios de la monarquía con tinta
fabricada también en esos mismos territorios, o sellar con la sangre de la
mujer y el hijo que os han endulzado la vida estos últimos años precisamente
ese último trayecto que aún le queda a vuestra vida. Podríamos hacer apuestas
sobre si será una cosa u otra, pero no creo que sea el momento para darnos a
tales frivolidades. Cuando más seguros estábamos de que la Monarquía era una
institución inamovible, la Corona nos envió a Barradas y me vi obligado a
hacerle perecer frente a las costas del Gran Golfo. Barradas me enseñó que es fácil
acostumbrarse al poder y es muy difícil renunciar al mismo una vez que se ha
tenido y que bien vale empeñar la vida en una empresa si se tiene un mínimo de
esperanza de obtener el éxito.
-Entonces ya
puedes irme matando, Antonio, si es que tienes el valor para hacerlo -contestó
Miguel con entereza, encontrando por fin el temple necesario que afianzó su voz
y voluntad. -Mi esposa y mi hijo sabrán perdonarme y espero que el Señor tenga
a bien recibirme, habiéndome negado a seguir los pasos de San Pedro.
Sin inmutarse,
Antonio respondió: que así sea.
Haciendo un
gesto apenas perceptible, se escucharon descargas simultáneas que dieron en las
espaldas de Miguel. Después descolgaron a Davy y colocándolo de frente a la
pared también le dispararon por la espalda. La mujer y el niño comenzaron a
gritar y vociferar en inglés, al tiempo que rodaban lágrimas por las mejillas y
casi se ahogaban al perder el equilibrio, colgados del cuello como estaban.
Ignorándolos,
Antonio ordenó. -Sargento, doctor, hagamos esto mientras aún es tiempo.
Ambos, tomando
plumas nuevas y empapándolas en la sangre brillante y viscosa de Miguel y de
Davy, firmaron alternadamente las actas. Habían tenido tiempo de sobra para
copiar las firmas de ambos en los días previos al combate, de tal suerte que
podrían haber firmado estando a oscuras sin que omitiesen uno solo de los
trazos.
-¡Voto a
silencio! -vociferó Antonio. -Quien ose hablar sobre lo aquí sucedido será
muerto con toda su familia, hasta el último de sus parientes, lejanos y
cercanos. Su linaje será borrado de la faz de la tierra.
Después ordenó
al médico. -Ya es hora que le meta la sierra a este brazo que ya de nada me
servirá. Pero antes, arrégleme a esa mujer y a ese muchacho. Desde hoy serán
mis protegidos y los protegidos favoritos de la siempre clemente Monarquía
Mexicana.
El doctor ordenó
descolgarlos a ambos y después pidió que le trajesen un cuchillo con la hoja al
rojo vivo. Ayudándose de los soldados allí presentes, hizo que les abriesen las
bocas y sujetándoles la lengua con unas tenazas, hizo un corte rápido que
cauterizó inmediatamente las heridas.
Apurando la
botella de whiskey que estaba sobre la mesa, Antonio le pidió al doctor que
hiciese lo suyo.
-General, haré
esto lo más rápido posible, pero debo advertirle que el dolor…
-Cuál dolor ni
qué Noche Triste. Este dolor será el más dulce que habré de probar en mi vida.
Sin miedo, doctor, que por la mañana nos pondremos en camino hacia la Ciudad de
México.
El doctor pidió
la ayuda de los mismos soldados que le habían auxiliado y sujetándolo,
recostaron a Antonio sobre la mesa. Los gritos podían oírse más allá de las
hogueras dispersas por la plazuela y las calles aledañas; si no fuese por el
timbre masculino, bien se podría pensar que una mujer estaba dando a luz en los
albores del cuatro de julio.
-Sargento,
doctor. Recuerden que a estos dos nos los habremos de llevar. Lo que menos
necesitamos en estos momentos son reliquias de mártires ni trofeos de índole
alguna. Hagan lo propio y, suceda lo que suceda, con la primera luz del sol nos
pondremos en camino.
Era de madrugada
cuando Antonio, ardiendo en fiebre, fue subido en peso en el carruaje de
Miguel. En una carreta subieron un par de arcones, con los cuerpos desmembrados
de Miguel y Davy. También un cajón alargado de madera donde adivinó que el
doctor había embalado su brazo izquierdo. Dejó al sargento a cargo de la
guarnición y se hizo acompañar del doctor y la mujer y el muchacho, quienes
lloraban y también sufrían el embiste brutal de la fiebre causada por la lesión
salvaje que habían sufrido.
Había dado la
orden de no detenerse hasta alcanzar las riberas del Río Grande, donde otro
batallón esperaba órdenes en lo que antaño fuera el lado mexicano. Al atardecer
del día siguiente llegaron y miraron las aguas plácidas y traicioneras que
tenían ganado a pulso su segundo nombre: Río Bravo.
Arengando a los
soldados que aguardaban en uno y otro lado del afluente, vociferó:
-Así se escriben
las páginas de la Historia y así terminan los traidores. No es una hazaña
recuperar lo perdido, es un deber. Y a ello estamos llamados los hijos de esa
gran nación que es la base de la gloriosa Monarquía Mexicana. Así como las
aguas de este río darán cuenta de los cuerpos de un traidor mexicano y un
traidor norteamericano, así habrán las aguas de este río de servir como
recordatorio de lo que una vez nos fue quitado y que hoy reclamamos como
nuestro.
Dicho esto, se
hizo subir en una barcaza asegurada con cuerdas que maniobraban los soldados
desde uno y otro lado; al llegar a la mitad del trayecto abrió los arcones y
comenzó a lanzar los miembros de Miguel y Davy. Por último, tomando su brazo
izquierdo, lo dejó caer sin percatarse apenas de los vivas y los aplausos que
parecían el eco amplificado del agua al correr entre las piedras.
-Su Alteza Antonio
I; suena bien -pensó al tiempo que imaginaba su entrada triunfante en el
gran Zócalo y la entrega del tratado firmado con sangre.
Una vez
recuperados Arizona y Nuevo México -que se antojaban al alcance de su mano-,
bien podría regresar y reclamar para sí la corona que Agustín, reblandecido por
la complacencia y los goces más inmediatos y superfluos inherentes a toda
corte, no parecía capacitado para ostentar y menos para hacer valer.
-Sí, eso haré
-se dijo. -Tanto vale un Agustín I que un Antonio I y no hay oprobio en hacerse
llamar Alteza Serenísima si ese título es algo que se ha ganado a pulso. Para
eso he venido hasta aquí y para eso he nacido.
La tierra árida
bajo su planta y el sol candente de julio cayendo inclemente sobre ellos, no
menguaban el ánimo de la tropa. Antonio había hecho lo que se creía imposible:
recuperar el territorio tejano para la Monarquía Mexicana.
Se sabía el único
general capaz de obrar semejantes hazañas, recuperar todos los territorios
perdidos para la Monarquía Mexicana cuya corona algún día -también de ello
estaba seguro- sería suya. De eso daban fe veintidós mil soldados gritando
vivas al unísono -seguros también-, de inscribir sus acciones en el gran libro
de la Historia Universal.
Francisco Arriaga.
México, Frontera Norte.
04-06 de julio de 2021.
FA - Texas by Francisco Arriaga on Scribd
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