De oficios y beneficios.
Se dice que, actualmente, en España se publica un libro cada 6 minutos. La estadística especifica una cifra redonda: 290,000 libros con ISBN, por año.
Citar la queja de Cicerón, lamentándose por la desobediencia de los hijos
hacia sus padres y el volumen de libros escritos ya en sus días, resultaría
vano. Más que escribir, redactar o hilar coherentemente un par de frases y
tratar de armar un rosario con las diferentes partes que pueden conformar una
oración, el hecho de escribir y publicar ha popularizado hasta el extremo la
imagen misma del escritor, aunque el arte -y el oficio mismo- de ‘escribir’
sea, por naturaleza, impopular y hasta elitista si se quiere.
No todos quienes ‘escriben un libro’ pueden ser considerados ‘escritores’ y
no todos quienes efectivamente lo son, inundan con sus obras los estantes de las
ya diezmadas y pocas librerías existentes.
Todo escritor, tarde que temprano, se encuentra cara a cara con sus propios
demonios, los que azuzan hincando un trinche en la carne viva y le obligan a
sopesar, día tras día, la validez y el alcance de la propia obra.
Que hay un elemento llamado ‘suerte’ o ‘fortuna’ que sonríe a unos y se
niega a otros, es parte de la misma ‘Historia de la literatura’ entendida como
el registro de circunstancias existentes donde florecieron y surgieron obras y
escritores que hoy consideramos ‘clásicos’. No obstante, dejando de lado la
suerte y la permanencia de lo publicado, hay una pregunta cuya respuesta suele
guardarse el escritor para sí, hasta que alguna entrevista, unas memorias o una
biografía, le encuentran con la guardia baja y cede, traicionando su secreto.
¿Es posible que alguien pueda ‘decidir ser escritor’?
Dejar de serlo, es posible. Tenemos dos casos archifamosísimos e
inmediatos: Rimbaud y Rulfo.
Pero, ‘decidir ser escritor’, es otra cosa: hablamos de la vocación, ese
llamado ciego, impetuoso, esa pulsión lacerante y abrasadora que lleva a
batirse en duelo contra la hoja, contra la página en blanco. No de esa otra
elección que se resume en la decisión de dejar constancia por escrito de una
idea, un suceso, un recuerdo.
El ‘escritor’ como tal es capaz de rehacer el mundo, crear universos
alternativos tanto o más vívidos que la realidad donde leemos en este instante,
estas palabras. Entre esa ‘decisión’ y la ‘vocación’, existe la misma distancia
que podemos encontrar entre ‘artesanía’ y ‘arte’. Y cada una de estas
acepciones tiene un alcance propio que conlleva también sus propias
limitaciones.
Los artesanos son especialistas, se concentran en un material y una
técnica, ahondando en la manufactura y optimizando el consumo de su materia
prima.
El creador, el escritor, el compositor, derrocha. Escribe, reescribe, deja
bocetos, intentos, —y si es necesario, borra, quema, desecha y envía todo a la
papelera de reciclaje y vuelve a comenzar desde cero—, avanza de versión en
versión hasta alcanzar el último estadio, ese donde considera que su obra está,
por fin, terminada. Por ello, no es poco frecuente que un creador pueda
enfocarse en otras actividades, obteniendo los mismos resultados.
Que hay ciertos rasgos compartidos por todos quienes alguna vez han tratado
de formarse su propio mundo, es innegable. Uno de ellos es la curiosidad, la
capacidad de observación, y el análisis del entorno. Que un escritor ‘dependa’
de un trabajo fijo, de ocho horas diarias y que deba escatimarle al descanso
nocturno un par de horas cada día para medirse contra un párrafo que no tiene
el ritmo debido, un capítulo que nomás no alcanza a cuajar coherentemente, una
cuarteta donde la rima suena bien y al mismo tiempo, se ahoga en palabras que
resultan insuficientes, eso mismo le alienta a buscar soluciones mientras
elabora reportes, supervisa cotizaciones, planea un viaje y los temas a tratar
en una capacitación o los informes anuales a presentar ante una junta directiva.
Acostumbrados como estamos, a la figura del ‘escritor’ en tanto escribiente
que publica libros, se obvia el ímpetu necesario para encontrar la palabra
exacta, que ni sobra ni falta, que coronará una línea, un párrafo. Cualquiera
puede escribir un libro, máxime en los tiempos que corren donde ya se ofrecen
servicios auspiciados por las mal llamadas inteligencias artificiales —que no
son tales— y, echando mano de un cuestionario de sesenta preguntas, pueden
elaborar una biografía de un centenar de páginas que serán impresas bajo
demanda y enviadas puntualmente por paquetería hasta la puerta misma de su
casa.
Escribir bien, es un don que a pocos les está dado. Requiere ejercicio,
oficio; parte de la artesanía —entendida como la actividad ‘mecánica’— pero,
inmediatamente, se eleva, sobrepasando los moldes y el soporte formal de la
misma.
Ya no es un secreto, así que puedo hablar de esa noticia que me compartió privadamente
hace un par de meses, Simitrio Quezada.
Empleado a fondo en la dirección y administración de las Bibliotecas Públicas
del estado de Zacatecas, Simitrio Quezada consiguió reactivar rincones donde
las bibliotecas lo eran sólo de nombre. Una veintena de volúmenes ajados,
deshojados, rotos, era el único fondo con que contaban la mayor parte de ellas.
Su labor, pidiendo, recolectando, viajando de un lado para otro, yendo y
viniendo por terracerías y vías secundarias que, al ciudadano de a pie, le
resultarían impensables —en la situación actual, tales itinerarios equivalen a
llevar dibujada permanentemente sobre la frente una diana y adornada con
colores fosforescentes y luces neón—, dejando en evidencia el dudoso desempeño
de administraciones anteriores y también colocando muy alto el listón para las
administraciones posteriores.
Que fue un trabajo cruel, duro, minimizado por unos y criticado por otros,
qué duda cabe. Al mismo tiempo, sin otro beneficio que la satisfacción por el
deber cumplido, las palabras de apoyo, el reconocimiento de aquellos
responsables de dar la cara ante los niños y adolescentes en busca de un libro
que consiga paliar esa curiosidad y sed de conocimiento, le eran suficientes y,
sin caer en la metáfora fácil, fue el combustible con el que siguió recorriendo
aquellos caminos dejados de la mano de Dios.
No exagero al decir que beneficios materiales no los hubo. El dinero corre
en otras partes y se diluye en otros proyectos. A nadie le interesa la
biblioteca de una comunidad que cuenta con cien familias y una escuela que
consta de tres salones —y eso, si los hay—.
El nueve de abril, Simitrio me envió un mensaje. “Quiero presumirte algo.”
Era una fotografía.
“Biblioteca escolar. Simitrio Quezada Martínez.”
No una biblioteca cualquiera. Una Biblioteca Escolar. Una biblioteca
funcional, una biblioteca de uso diario. Alejada de las ediciones de lujo, del volumen
especializado y erudito, del ensayo académico que termina ahogado en los altos
estantes de una biblioteca de estudios superiores o de posgrado.
Reconocimiento bien merecido, ese homenaje es tan macizo y contundente, que
apenas deja lugar para el reclamo o la duda, y en forma alguna es una vana presunción.
Se dice que nadie es profeta en su tierra. Pero cuando esa ‘tierra’ no es solamente el pueblo natal, sino el estado y sus diferentes municipios, tarde que temprano se romperá el ensalmo y habrá alguien que reconozca el trabajo bien hecho: tal hizo la comunidad estudiantil y docente de la Escuela Primaria Miguel Hidalgo, ubicada en El Baluarte, perteneciente al municipio de Fresnillo, en el estado de Zacatecas.
Vayan mis parabienes para Simitrio Quezada, quien, partiendo del oficio,
hizo de su vocación de escritor el punto de partida desde el cual ha conseguido
beneficiar a otros, sin pedir nada a cambio.
Francisco Arriaga.
México, Frontera Norte.
17 de junio de 2025.
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