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De oficios y beneficios. A Simitrio Quezada.

 

De oficios y beneficios.

 

A Simitrio Quezada.


Se dice que, actualmente, en España se publica un libro cada 6 minutos. La estadística especifica una cifra redonda: 290,000 libros con ISBN, por año.

Citar la queja de Cicerón, lamentándose por la desobediencia de los hijos hacia sus padres y el volumen de libros escritos ya en sus días, resultaría vano. Más que escribir, redactar o hilar coherentemente un par de frases y tratar de armar un rosario con las diferentes partes que pueden conformar una oración, el hecho de escribir y publicar ha popularizado hasta el extremo la imagen misma del escritor, aunque el arte -y el oficio mismo- de ‘escribir’ sea, por naturaleza, impopular y hasta elitista si se quiere.

No todos quienes ‘escriben un libro’ pueden ser considerados ‘escritores’ y no todos quienes efectivamente lo son, inundan con sus obras los estantes de las ya diezmadas y pocas librerías existentes.

Todo escritor, tarde que temprano, se encuentra cara a cara con sus propios demonios, los que azuzan hincando un trinche en la carne viva y le obligan a sopesar, día tras día, la validez y el alcance de la propia obra.

Que hay un elemento llamado ‘suerte’ o ‘fortuna’ que sonríe a unos y se niega a otros, es parte de la misma ‘Historia de la literatura’ entendida como el registro de circunstancias existentes donde florecieron y surgieron obras y escritores que hoy consideramos ‘clásicos’. No obstante, dejando de lado la suerte y la permanencia de lo publicado, hay una pregunta cuya respuesta suele guardarse el escritor para sí, hasta que alguna entrevista, unas memorias o una biografía, le encuentran con la guardia baja y cede, traicionando su secreto.

¿Es posible que alguien pueda ‘decidir ser escritor’?

Dejar de serlo, es posible. Tenemos dos casos archifamosísimos e inmediatos: Rimbaud y Rulfo.

Pero, ‘decidir ser escritor’, es otra cosa: hablamos de la vocación, ese llamado ciego, impetuoso, esa pulsión lacerante y abrasadora que lleva a batirse en duelo contra la hoja, contra la página en blanco. No de esa otra elección que se resume en la decisión de dejar constancia por escrito de una idea, un suceso, un recuerdo.

El ‘escritor’ como tal es capaz de rehacer el mundo, crear universos alternativos tanto o más vívidos que la realidad donde leemos en este instante, estas palabras. Entre esa ‘decisión’ y la ‘vocación’, existe la misma distancia que podemos encontrar entre ‘artesanía’ y ‘arte’. Y cada una de estas acepciones tiene un alcance propio que conlleva también sus propias limitaciones.

Los artesanos son especialistas, se concentran en un material y una técnica, ahondando en la manufactura y optimizando el consumo de su materia prima.

El creador, el escritor, el compositor, derrocha. Escribe, reescribe, deja bocetos, intentos, —y si es necesario, borra, quema, desecha y envía todo a la papelera de reciclaje y vuelve a comenzar desde cero—, avanza de versión en versión hasta alcanzar el último estadio, ese donde considera que su obra está, por fin, terminada. Por ello, no es poco frecuente que un creador pueda enfocarse en otras actividades, obteniendo los mismos resultados.

Que hay ciertos rasgos compartidos por todos quienes alguna vez han tratado de formarse su propio mundo, es innegable. Uno de ellos es la curiosidad, la capacidad de observación, y el análisis del entorno. Que un escritor ‘dependa’ de un trabajo fijo, de ocho horas diarias y que deba escatimarle al descanso nocturno un par de horas cada día para medirse contra un párrafo que no tiene el ritmo debido, un capítulo que nomás no alcanza a cuajar coherentemente, una cuarteta donde la rima suena bien y al mismo tiempo, se ahoga en palabras que resultan insuficientes, eso mismo le alienta a buscar soluciones mientras elabora reportes, supervisa cotizaciones, planea un viaje y los temas a tratar en una capacitación o los informes anuales a presentar ante una junta directiva.

Acostumbrados como estamos, a la figura del ‘escritor’ en tanto escribiente que publica libros, se obvia el ímpetu necesario para encontrar la palabra exacta, que ni sobra ni falta, que coronará una línea, un párrafo. Cualquiera puede escribir un libro, máxime en los tiempos que corren donde ya se ofrecen servicios auspiciados por las mal llamadas inteligencias artificiales —que no son tales— y, echando mano de un cuestionario de sesenta preguntas, pueden elaborar una biografía de un centenar de páginas que serán impresas bajo demanda y enviadas puntualmente por paquetería hasta la puerta misma de su casa.

Escribir bien, es un don que a pocos les está dado. Requiere ejercicio, oficio; parte de la artesanía —entendida como la actividad ‘mecánica’— pero, inmediatamente, se eleva, sobrepasando los moldes y el soporte formal de la misma.

Ya no es un secreto, así que puedo hablar de esa noticia que me compartió privadamente hace un par de meses, Simitrio Quezada.

Empleado a fondo en la dirección y administración de las Bibliotecas Públicas del estado de Zacatecas, Simitrio Quezada consiguió reactivar rincones donde las bibliotecas lo eran sólo de nombre. Una veintena de volúmenes ajados, deshojados, rotos, era el único fondo con que contaban la mayor parte de ellas.

Su labor, pidiendo, recolectando, viajando de un lado para otro, yendo y viniendo por terracerías y vías secundarias que, al ciudadano de a pie, le resultarían impensables —en la situación actual, tales itinerarios equivalen a llevar dibujada permanentemente sobre la frente una diana y adornada con colores fosforescentes y luces neón—, dejando en evidencia el dudoso desempeño de administraciones anteriores y también colocando muy alto el listón para las administraciones posteriores.

Que fue un trabajo cruel, duro, minimizado por unos y criticado por otros, qué duda cabe. Al mismo tiempo, sin otro beneficio que la satisfacción por el deber cumplido, las palabras de apoyo, el reconocimiento de aquellos responsables de dar la cara ante los niños y adolescentes en busca de un libro que consiga paliar esa curiosidad y sed de conocimiento, le eran suficientes y, sin caer en la metáfora fácil, fue el combustible con el que siguió recorriendo aquellos caminos dejados de la mano de Dios.

No exagero al decir que beneficios materiales no los hubo. El dinero corre en otras partes y se diluye en otros proyectos. A nadie le interesa la biblioteca de una comunidad que cuenta con cien familias y una escuela que consta de tres salones —y eso, si los hay—.

El nueve de abril, Simitrio me envió un mensaje. “Quiero presumirte algo.”

Era una fotografía.

“Biblioteca escolar. Simitrio Quezada Martínez.”

No una biblioteca cualquiera. Una Biblioteca Escolar. Una biblioteca funcional, una biblioteca de uso diario. Alejada de las ediciones de lujo, del volumen especializado y erudito, del ensayo académico que termina ahogado en los altos estantes de una biblioteca de estudios superiores o de posgrado.

Reconocimiento bien merecido, ese homenaje es tan macizo y contundente, que apenas deja lugar para el reclamo o la duda, y en forma alguna es una vana presunción.

Se dice que nadie es profeta en su tierra. Pero cuando esa ‘tierra’ no es solamente el pueblo natal, sino el estado y sus diferentes municipios, tarde que temprano se romperá el ensalmo y habrá alguien que reconozca el trabajo bien hecho: tal hizo la comunidad estudiantil y docente de la Escuela Primaria Miguel Hidalgo, ubicada en El Baluarte, perteneciente al municipio de Fresnillo, en el estado de Zacatecas.

Vayan mis parabienes para Simitrio Quezada, quien, partiendo del oficio, hizo de su vocación de escritor el punto de partida desde el cual ha conseguido beneficiar a otros, sin pedir nada a cambio.

 

Francisco Arriaga.

México, Frontera Norte.

17 de junio de 2025.

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