La herencia.
Después de firmar el documento, se contuvo un par de segundos antes de
entregarlo al notario.
—De lujo, —dijo con voz pausada, como si disfrutase de cada sílaba con un
goce que nadie más entendería.
Dos cosas lo llevaron a dejar la presidencia del corporativo, ambas
igualmente definitivas. La primera, el tanque de oxígeno enchapado con oro
falso, que últimamente lo acompañaba a todos lados y era cuidadosamente
observado por el equipo de enfermeros a turno completo, contratados únicamente
con el fin de rellenarlo y administrar fármacos, y la segunda, peor aún. Los
setenta y ocho años que llevaba encima y le agriaban hasta el antaño mínimo
gusto de tomarse un trago de cognac Martell de alta gama, los viernes por la
tarde justamente cuando cerraba el ejercicio bursátil.
Sabía que era poco, poquísimo el tiempo que le quedaba. Sus órganos,
enfermos y con ritmos sincopados, seguían funcionando por algún tipo de oscura
mecánica consistente únicamente en la ignorancia. Unos órganos ignoraban que
los otros también estaban al borde del colapso y, sin previo aviso, cualquier
día aquella sinfonía cesaría, haciéndose el silencio.
Miró con una sonrisa en los labios al notario que se entretenía cerrando el
maletín forrado con cuero y perfumado con alguna esencia exclusiva, y no pudo
evitar voltear la vista hacia la fotografía que, en el buró, a un par de
metros, mostraba la figura desangelada de un niño de seis años con una seriedad
atípica para su edad, colocado según las convenciones del buen gusto, en medio
de él y su esposa.
Cada día, los últimos cuarenta y ocho años, había mirado aquella fotografía
con el reclamo callado de encontrar en aquel rostro unos ojos que no eran los
suyos ni los de su mujer; la forma del mentón, la caída discreta del cabello
tras la oreja, la forma de las cejas. Mirarlo a él era mirar al otro, al que
había osado enamorar a su esposa y morirse estúpidamente al caer por la
escalera húmeda de su casa, una mañana en que la muchacha dejó mojado el
piso creyendo que no había nadie en la recámara, y salió al patio para cambiar
el agua de la cubeta que, como siempre, estaba apenas sucia.
Como quien otorga una gracia desde los más altos estrados de la corrección
moral y la bondad humana, él había concedido el perdón, aunque tal ofrecimiento
fuese tan falso como las lágrimas de esa mujer, suplicante y arrodillada a sus
pies, quien juraba jamás repetir aquello y quedarse a su lado hasta que les
llegase el momento final. Pero él no podía —no quería— esperar tanto.
No le fue difícil ensamblar una escena por demás convincente, y cambiar las
dosis de insulina para que, fingiendo una intoxicación, ella cumpliese su parte
en aquella promesa.
Él se quedó a solas con aquel hijo no deseado, que llevaba encima el rostro
del otro. Del muerto.
Haciendo todo cuanto estaba a su alcance, evitó cederle una silla en la
alta dirección del corporativo, evitó aconsejarle cómo administrar y llevar las
cuentas, cómo distribuir algunos regalos y granjearse el favor de burócratas,
auditores, gerentes, representantes, en fin, el mundillo en el que había podido
hacer fortuna y llevar a la empresa de ser una simple cadena de tiendas estilo
mini-super hasta un corporativo donde lo mismo se ofrecía venta de inmuebles,
refacciones para tractocamiones, centros de salud y una escuela de música.
Pero el hijo, dejado sistemáticamente afuera de todo aquello, jamás tuvo
acceso a las cuentas y no habría podido identificar a los dueños de cada
negocio con los que su padre tenía algún tipo de relación.
Así que llegado el momento, al recibir la noticia del fallecimiento de su
padre, una mañana desganada del mes de septiembre, se encontró de pronto en la
oficina que nunca sería suya, sentado frente al escritorio enorme, tallado en
caoba maciza, detrás del cual unos ojos perspicaces lo miraban con curiosidad e
incluso, con algo de pena.
“Su padre nada le había dejado. Con una sola excepción. Un lote de
cuatro por seis metros, pagado en un cementerio exclusivo. De lujo.”
—Esto que sigue, Manuelito, debo leerlo, aunque
no será una lectura agradable. Es la voluntad de su señor padre. A
pesar de todo, a pesar de tu madre y de tu verdadero padre, llevas el apellido
de la familia. Así que ese único regalo es más un favor para mí que para ti.
Nadie, pase lo que pase, podrá decir jamás que no tienes en dónde caerte
muerto.
—El muy cabrón —exclamó con un hilo de voz.
Tomando el documento, decidió ir al cementerio en
ese mismo momento para validar su legalidad y comprobar si verdaderamente por
lo menos aquel terreno de veinticuatro metros cuadrados le pertenecía.
Ubicado en un lugar céntrico y apacible, en una
de las colonias más exclusivas de la ciudad, unas oficinas con grandes puertas
de cristal eran el paso obligado antes de entrar al área de las sepulturas. El
recibidor, amplísimo, tenía una puerta de entrada que daba a la calle, y salía
directamente al área de las fosas con amplias calzadas entre cada sección. Un
conserje le acompañó hasta el último rincón, justamente en una esquina, en el
lugar más alejado del cementerio. Allí estaba su lote, cuatro por seis,
delimitado por los gruesos y altos muros del lugar.
Una última jugarreta del viejo.
Cinta en mano, el conserje le previno.
—No son seis por cuatro. Son cinco y medio por
tres y medio. Su padre compró esa parte del muro, no sé por qué, pero en la
oficina podrán explicarle.
De regreso, al entrar nuevamente en el recibidor
se encontró con una secretaria, enfundada en un traje sastre de color gris
rata, quien le entregó un sobre cerrado y rotulado lacónicamente. Para
mi hijo.
Lo abrió y leyó una sola frase. Sarcástica,
hiriente. El muro podrás utilizarlo si acaso no tuvieses
piedra y arena para erigirte una tumba decente.
Arrugó el papel y el sobre, estrujándolo hasta
reducirlo al tamaño de una pelota de ping-pong, pero no lo tiró en el cesto. Se
lo metió en la bolsa derecha del pantalón y salió con paso firme a la calle.
Eran las once de la mañana y había poco tráfico.
No podría regresar a la casa donde había vivido cuarenta y dos años, pero
dándose ánimos y conociendo todos los rincones de la misma, se atrevió a
brincar la barda, burlar a los perros que ni siquiera ladraron y llegó hasta la
cabina donde el jardinero guardaba sus materiales de trabajo, que consistían lo
mismo de tijeras, podadora, rastrillo, que un juego de herramienta para
albañilería.
Todo lo echó en una bolsa, dejando la cabina
abierta de par en par y, para simular mejor el robo, destrozó las bisagras
colgándose de cada una de las hojas de la puerta doble de madera.
Aguardó en la calle pacientemente y justo a las
cinco de la mañana comenzó su tarea. Demoler el muro, cincelando la junta de
mortero y quitando piedra tras piedra. No cesó hasta ya entrada la noche, cuando
algún reportero local y un locutor de radio en transmisión remota, le
preguntaron por qué había pasado todo aquello.
Contestando con monosílabos, mucho aventuró y
poco dijo.
Una noticia como aquella no era algo de todos
los días, por el sector y por tratarse de esa familia. Al despedirse y como una
muestra de agradecimiento le dejaron un combo de hamburguesa, refresco y papas
fritas, y una orden de tacos de bistec con un refresco de dos litros.
Aquello le sirvió para cenar, hacerse de fuerzas
y retomar el trabajo la mañana siguiente, también a las cinco en punto.
Cavó, apuntaló, a nivel del suelo armó un
tejabán y siempre recomenzando a las cinco de la mañana, un par de semanas más
tarde ya había conseguido hacerse con una habitación más o menos decente en lo
que sería el sótano de aquella casa, por demás extraña, y había conseguido
reubicar el muro en los lados contrarios de la esquina y recuperando treinta
centímetros. Finalmente, su terreno midió cinco metros con ochenta por tres
metros con ochenta centímetros.
Una reportera de sociales, veintitantos años
menor que él, comenzó a cubrir aquella historia, presentándose un par de veces
a la semana, tomando fotografías y documentando el avance de aquellas obras. Y
lo que comenzó como el reportaje de un hecho insólito, terminó convirtiéndose
en una historia de amor en la que ella, sin pensarlo demasiado, terminó
viviendo en aquella habitación-sótano, debajo del tejabán.
Cuando nació el primer hijo, se vieron obligados
a lo impensable. Construir otro cuarto debajo del primero y, llevados por la
necesidad, ocho años después su casa constaba de cinco habitaciones, una debajo
de la otra, donde se ubicaban la recámara principal, la cocina, la recámara de
los niños, el cuarto de estudios y biblioteca y un baño con tina y regadera
incluidos, todos ellos comunicados por una escalera empotrada en la cara este
del terreno.
Acostumbrados al esfuerzo de subir y bajar las
escaleras, tenían todos piernas y brazos fuertes. Llegado el tiempo de ingresar
en la escuela, al participar en los ejercicios deportivos marcados por el
programa de estudios, sus hijos resaltaron por su agilidad y fuerza y a nadie
extrañó que esos tres niños, callados y de mirada triste, fuesen convocados a
representar al plantel en el concurso estatal de atletismo.
Hicieron el uno, dos, tres, cada uno en su
categoría, y así fue como llegaron las primeras medallas… al sexto cuarto.
Competencia tras competencia, beca con beca, los
años pasaron y cuando llegó el momento de que el mayor formase su propia
familia, la decisión unánime fue añadir otro cuarto más hacia abajo. Se mudaron
él y su esposa y cuando llegó también el primer hijo, añadieron otro cuarto más
y otro y otro. Cada familia necesitaba su propio espacio y, está por demás
decirlo, cada uno sabía que quien desease vivir allí debería descender y subir
más tramos de escalera para recorrer las habitaciones hacia arriba o hacia abajo,
según fuese el caso.
Treinta años después, el heredero, con la edad
de su padre adoptivo a cuestas y una salud envidiable, se detuvo en la entrada
de la casa y no bajó por la escalera. Se recostó en el muro que separaba aquel
espacio de apenas veintidós metros cuadrados del resto del cementerio y
comprobó, con asombro e incredulidad, que nada de aquello le dolía. Saberse un
bastardo, no querido, huérfano. Solo. Nada importaba ya y su único deber era seguir
adelante hasta el momento en que su propio cuerpo le marcase el alto, y fuese a
ocupar su lugar en la historia y en un ánfora que sería ubicada en un
rinconcito de la primera habitación.
Cerró los ojos y aspiró el aire que brotaba por
la puerta, protegida con rejillas anti-escurrimientos por donde escapaba un
olor mezcla de comida, jabón, sudor y tierra húmeda. Sabía que allí, abajo,
once pisos, uno debajo de otro, estaba su familia, más fuerte que nunca y que de
ser necesario, seguirían excavando hasta alcanzar el centro de la tierra.
Abrió los ojos y miró la calle, el tráfico
indolente acostumbrado a aquella locura de hombre y casa, y algún peatón que al
pasar miraba con curiosidad ese recoveco, rodeado por una cerca de malla
ciclónica y cubierto por un tejabán de madera y triplay de pino.
Después de dar un suspiro largo, se escuchó a sí
mismo decir un jódete, papá, que sonó a música
celestial, como si todos los cláxones del boulevard se uniesen en una sola
frase, declarando que allí estaban y no se irían a ninguna otra parte.
Francisco Arriaga.
México, Frontera Norte.
11 de abril de 2025.
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