Ocultos
en el salvaje fulgor de la luz: los caracoles medievales.
Francisco
Arriaga.
Después
de ese par de años que pasamos encerrados, temiendo la infección y constatando
lastimeramente el valor de una bocanada de aire -tal es la que nos separa de
esa tierra incógnita donde, suponemos, están esperándonos nuestros ancestros-,
nos encontramos frente a frente con una realidad hipersensible, en la que una
gota minúscula dejada caer al azar en un comentario de cualquier red social es
capaz no sólo de iniciar un tsunami que causará destrozos del otro lado del
planeta y, no obstante, al mismo tiempo un tsunami de indignación poco o nada
puede hacer contra los derechos, privilegios, exigencias o caprichos de algunas
minorías.
Resulta
increíble que, pasada la Segunda Gran Guerra, experimentemos y asistamos desde
pantallas 4k al genocidio palestino y que baste con sólo cambiar de canal para
sumergirse en las Olimpiadas de 2024, donde se hace más escándalo por la
representación queer de la Última Cena según la visualizó el universal
Leonardo que por las innumerables irregularidades y decisiones caprichosas que
van dejando un saldo negativo, manchado irremediablemente: se ha sostenido que
no fue la obra de Leonardo lo que se representó en la inauguración, sino ‘El
festín de los dioses’, obra de Jan Van Bijlert que, puesta en contexto, es una
calca satírica de la composición de Leonardo.
Según
se ve, el icono tiene mayor peso e importancia que el ser humano.
Y
precisamente, hablando de iconos, de símbolos, de signo y significante, es que
comenzó ese bombardeo discreto que tuvo su origen en terrenos europeos, y que
posteriormente fue encontrando ecos al otro lado del Atlántico Norte.
De
pronto, una, dos, tres noticias, un reportaje, una reseña, una entrevista. Qué
diantres hacen esos caracoles adornando los márgenes, las letras capitales, los
trazos de documentos medievales. Cómo es posible que esos animalillos de
textura desagradable -un cuerpo débil que semeja la viscosidad de una secreción
cualquiera- y un exoesqueleto pensado para permitir una movilidad y una falsa
seguridad, misma que permite al mismo animalillo llevar su casa consigo y ser,
literalmente hablando, un verdadero ciudadano del mundo.
La
iconografía representa al caracol haciendo frente a caballeros, mientras se
encara contra ellos a pelo, o también empuñando espadas o lanzas,
revestido con mallas y escudos, siempre en ese contexto bélico, violento. Un
rasgo que sobresale es de que, cuando los caracoles no portan armas o armadura,
atacan con los ojos vueltos hacia adelante, como si fuesen un par de afilados
puñales.
No
faltan viñetas que muestran a los caballeros montando cual si se tratase de
corceles a esos mismos animalillos: tal pareciera que podía encontrárseles
simultáneamente en los jardines y pasillos de los castillos más protegidos y
suntuosos de la nobleza europea, y en la choza, a un lado del camastro más
pobre y desahuciado de cualquier campesino subyugado bajo la peste, disentería
o tuberculosis.
Claro,
las teorías son varias y tan variadas como las publicaciones que abundan y
pueden encontrarse haciendo una simple búsqueda cruzada: ‘snails’ + ‘medieval
knights’.
En
dicha búsqueda aparecerán hermanadas la BBC, The British Library, the
Smithsonian, The Bangor University, The Guardian, The Archaeologist y esto,
sólo para ilustrar con un esbozo la situación.
No
es nueva esta fascinación con los caracoles y sus peleas con los caballeros; en
varios posts se menciona como estudio pionero sobre este asunto el ensayo
publicado en Speculum, volumen 37, fascículo 3, de 1962: The Snail in Gothic
Marginal Warfare, escrito por Lilian Randall.
Enriquecido
con la reproducción de varias viñetas, va desarrollando su argumento hasta
hacerle identificar la imagen de los caracolillos con los lombardos, según una
leyenda rescatada por Villani en su Istorie Fiorentine, que Randall esclarece
de la siguiente manera:
Other references of a
later date appear, for instance, in the Somme le Roi of 1279 and in
Giovanni Villani's description of the desperate flight of the French in the
campaign of Philip of Valois in 1320. Since Villani's sympathies as a Guelph
were with the French, he sought to excuse their cowardly demeanor by the very
legend commonly associated with their foe, a legend which he says was recited
and depicted in France concerning Italian fear of the snail. By an adroit
and totally implausible tour de force Villani claimed this fear to have
been transferred to the French, causing them to panic at the sight of the
Visconti banner, a coiled viper with a man in its jaws which at a distance
resembled the configuration of a snail:
E
da notare una favola che si dice e dipigne per dispetto degli Italiani in
Francia: e' dicono che' Lombardi hanno paura della lumaccia... Gl'ignoranti
Franceschi credevano che quella insegna fosse per loro fatta, onde si recarono
a grande onta, e forte ne parlaro in Francia del dispetto che aveano loro fatti
i Lombardi...
Esas
doce páginas que abarca el ensayo de Randall son no sólo germinales, sino
quizás la summa de todo lo que pueda decirse sobre este tema y pareciera
que es poco lo que se ha añadido después de que ella identificase sucinta y
eruditamente [combinación espectacularmente inusual] en un ensayo relativamente
breve -quitando la página con la bibliografía y quizás quitando también un par
de páginas por las viñetas y otra página por las citas in extenso,
quedaría un ensayo en formato académico de unas 8 páginas- las curiosidades y descubrimientos
que resultaron de tales inquietudes.
Nos
encontramos ante una iconografía netamente europea, que enraíza profundamente
en episodios que han sido estudiados y analizados profusamente y, que al final,
nos llegan tamizados en un juego de nacionalismos y chanzas o burlas nacidas de
generalizaciones que hoy día serían impensables, o imposibles.
A
pesar de todo esto y teniendo enfrente la reproducción electrónica del ensayo
de Randall, desde una visión y quizás también, involuntaria o
inconscientemente, con una cosmovisión impuesta por trescientos años de
virreinato y un sinfín de danzas y ritos camuflados a lo largo y ancho del
calendario civil y también del eclesiástico, aventuro otra interpretación. Y me
parece que dicha interpretación no solo reforzaría todos y cada uno de los
puntos ya mencionados por Randall, sino que también ayudará a una lectura más
inmediata y libre de afectaciones eruditas.
Ciertamente,
antes de que Lutero clavase sus tesis a punta de martillo y clavos en la Iglesia
de Todos los santos de Wittemberg, no existía una escisión dentro de la
iglesia en cuanto tal. Aunque había pasado el Gran Cisma de 1054, y también se
había sufrido el desafortunado incidente de Avignon, el cristianismo se erigía
como una religión que, si bien no impedía aquellos desencuentros y aquellas
luchas por determinar los linderos de reinos, estados y demás, también mantenía
cierta hegemonía, principalmente en lo tocante a una idea general y aceptada
comúnmente por todos aquellos países donde existía alguna abadía o algún
obispado que estuviese en comunicación directa con la Santa Sede.
De
aquí que, si San Bernardo de Claraval había escrito simultáneamente obras
loando las gestas de caballería y obras del más alto misticismo, también era
posible que la iconografía de los caballeros sufriese adaptaciones o
modificaciones que lograban resaltar una virtud o denunciar un defecto. La
Iglesia siempre fue muy celosa de sus feudos, y como muestra bastan un par de
episodios, lo sucedido con la Orden del Temple, y la persecución enconada que
se hizo en contra de los Cátaros. Ha corrido tanta tinta con el afán de
esclarecer ambos episodios, que los hechos históricos han devenido en sendas
leyendas, cada una con sus partidarios y detractores.
Y
ni siquiera el mismo San Bernardo pudo escapar de esto: se le considera como el
fundador de Orden del Císter, si bien ya existía como proyecto cuando él tomó
los hábitos y se sometió a las reglas eclesiásticas.
Así,
me atrevo a aventurar que la representación de los caracoles en los abundantes
y claros ejemplos que han llegado hasta nosotros, además de portar una
significación inmediata y unívoca -ese afán de sarcasmo en contra de los
lombardos- y, de esa curiosa y también muy probable función que menciona
Randall en el párrafo final de su ensayo [fungir como una marca, un sello, una
advertencia de que algún documento se dejaría en prenda o como garantía de
algún préstamo], conllevan una segunda significación, inmediata pero
innombrable.
Los
caracolillos representarían, lisa y llanamente, a la muerte, o a la parca.
El
afán de hacerle frente con el aplomo del caballero andante, del guerrero listo
a enfrentar cualquier peligro que tuviese enfrente, topa, tarde que temprano,
con la verdad, la realidad última. La muerte, que se encuentra presente en
todas y cada una de las esferas sociales, políticas, económicas, religiosas,
que al igual se encuentra y enfrenta en el campo de batalla que en el castillo
bien resguardado, en la catedral que en la letrina, en la biblioteca que en
mercado, es una realidad que no desaparece por más que se intente paliar la
certeza de la muerte física, con la fe, la esperanza, la lucha digna y sin
miedo, sin temor.
Haciendo
memoria, simultáneamente pueden encontrarse los gráficos, las viñetas de la
también omnipresente ‘Danza de la muerte’. Ambos, los caracolillos y el
esqueleto que baila macabramente sobre los campos de guerra, sobre las
ciudades, castillos, representan lo mismo. Lo que distingue a uno de otro es
precisamente la intención, que no el carácter.
La
‘Danza de la muerte’ evoca la potencia, la fatalidad, una desesperanza ante la
cual no basta ni la religión ni la política, no basta el estado ni la iglesia.
La ‘Danza de la muerte’ no puede ser acallada ni confortada con la esperanza o
la promesa de la salvación o de la redención. Ambos, los condenados y aquellos
que alcanzarán el cielo, han de sucumbir antes bajo la irreductible presencia
de la muerte.
Los
caracolillos, por otra parte, llevan la presencia y la figura de la muerte a
todos los rincones del trajín humano, haciendo de ésta algo más cotidiano.
Claro
que puede disfrazarse de una justa, de una batalla, de una escaramuza. Y esas
circunstancias no agotan la representación de esa otra ‘muerte cotidiana’: al
tomar la forma inocente de un caracol indefenso, -figura y recordatorio de la
identidad e individualidad que sufrimos desde el momento en que abrimos los
ojos en este mundo del cual, muy a nuestro pesar, tarde que temprano deberemos
marcharnos-, se desplaza de un ámbito a otro, recorriendo todas las
posibilidades de lo netamente humano, todas las posibilidades de la política,
de la religión, del comercio, de la vida reducida al más elemental cúmulo de
necesidades y satisfacciones fisiológicas.
El
caracolillo que ‘ataca’ con los ojos vueltos al frente recuerda y obliga al
caballero a no olvidar que basta una herida, un mal paso, un descuido nimio e
insignificante, para morir en un par de semanas. No es necesario un golpe
brutal con un hacha: la atinada ruta de una flecha que entra por una órbita
ocular y que llega al fondo del cerebro, o una herida que cause la espada
hábilmente blandida y que encuentra su camino a través de la malla y las
costillas del caballero. Una herida, una infección, una luxación o la fractura
de un hueso. Sinónimos de una muerte lenta, que nos recuerda el caracolillo que
apunta con sus ojos hacia el frente, sin parpadear, sin desviar la mirada.
Esta
doble iconografía, la calavera danzante y el caracol de ojos afilados y
amenazantes, tiene un equivalente en las tierras donde el virreinato injertó la
religión y la política del reino español.
La
existencia y el intento inútil y desgastante de borrar, desviar, suplantar o
suprimir el sistema religioso de los nativos tiene su mejor exponente en esa
otra doble figura, que sufrió una bifurcación por demás curiosa y pertinente,
en el trayecto que supone el porfiriato y la revolución de 1910.
La
cruz cristiana debió hacer frente con un sistema perfectamente definido y que,
como tal, dejó plasmado en sus ‘memoriales’ el insigne proto-historiador Fray
Bernardino de Sahagún.
En
sus páginas encontramos una y otra vez la amonestación que advierte contra el
riesgo de suponer que, siquiera de forma degenerada, existía ya un referente
que hacía presente el sacrificio eucarístico en una forma pagana y hasta
diabólica.
Una
y otra vez advierte en cuáles ritos se encontrarán ‘equivalentes’ que pudieran
hacer pensar en un mensaje ‘degradado’, en una forma burlesca de representar
algunos de los misterios más queridos del cristianismo.
De
aquí que las leyendas que trocan la figura de la muerte y la encarnan en una
mujer que llora por sus hijos muertos, sean tan omnipresentes en el imaginario
novohispano que aparecen, también, de formas y maneras muy tempranas. La mujer
que llora tiene una carga simbólica equivalente a esa figura que baila con
obispos, campesinos, doncellas y reyes. Y aunque pudiera ser tentador
considerar que la figura de La Llorona es un producto netamente
novohispano, lo cierto es que la figura de Mictecacíhuatl nutre el imaginario
mestizo y consigue traspasar la prédica misionera de los frailes españoles y logra
mantener con variaciones mínimas aquella imagen de la mujer vestida de blanco
que engaña a mujeriegos y borrachos, castigándolos o matándolos al amparo de la
noche.
En
estas tierras, la mujer vestida de blanco llora por sus hijos, por todos
ellos, sin distinción. Y esta figura, que se mantiene presente hasta nuestros
días, sufrió una bifurcación con las litografías y las estampas que fraguó la
mente de José Guadalupe Posada.
La
Catrina se presenta
como una contraparte juguetona, coquetamente ataviada, pero que no puede
desprenderse de la impronta psicológica de una mujer que llora, que se lamenta
por sus hijos muertos: aunque decidiese quitarse el luto y salir a recorrer el
mundo, tomar por asalto los salones de baile, las tertulias culteranas, los
callejones primorosamente ataviados para recibir el carnaval o la fiesta del
santo patrono en turno, aunque vista primorosas filigranas y vestidos de fiesta,
siempre será una mujer huérfana de hijos, muerta en vida.
Así,
La Catrina se ha convertido, innegablemente, en un equivalente del
caracolillo medieval, presente y omnipresente en la celebración del santoral católico,
revestida con ropajes mundanos en escenarios netamente paganos que alcanza su
apoteosis al coronar los altares que representan el ascenso escalonado del alma
que pareciera escalar una pirámide indígena, para subir hasta el último nivel y
ofrecer allí su sacrificio de sangre y carne, de vida y canto.
Esta
celebración, encerrada en una fecha fija, trata de contener la intromisión de
la muerte en la vida pública y privada del pueblo mexicano. Para el resto del
año, se tiene la presencia nocturna y tajante de La Llorona, que hace
estremecer los muros de pueblos, barrios y ciudades.
Por
último, llegado ya el momento de hacer un alto y finiquitar este remedo de
ensayo, apuntaré una duda que bien pudiera dar para otro ensayo o un estudio
sesudo y profundo: ¿cómo fue que se perdió el sentido último del caracolillo en
cuanto representación de la parca, cómo fue que se le orilló, que se le
arrinconó en la nota erudita, en el mero apunte historiográfico o
prosopográfico, en los estantes celosos y bien resguardados de las bibliotecas
europeas?
México, Frontera Norte.
30 de julio-04 de agosto de 2024.
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