Infierno de madera.
El infierno
cabe dentro de una inofensiva, inocente, cajita de madera. Y esa cajita se supone
que contiene, exactamente, un litro cúbico.[1]
Pudiera
haber sido en 1984, 1985, cuando a mi madre y a mi abuela les dijeron que había
‘trabajo’ temporal, para una semana, despepitando matas de cacahuate. No sabía
ni cómo eran las plantas del cacahuate, no sabía lo que era ‘despepitar’, y
tampoco sabía que existiesen aquellos cubos ásperos, toscos, de interiores
perfectamente rectos y que mostraban en el exterior un sinfín de golpes,
cicatrices en la madera que evidenciaban su uso y abuso.
Nos dijeron
que nos pagarían por litro. Una medida, tantos pesos. Tengo la idea que eran 2
pesos por litro, pero es probable que la memoria me falle. Para el recreo,
llevábamos cuando se podía -una, quizás dos veces al mes-, justos, 10 pesos.
Con eso comprábamos 3 taquitos de frijoles refritos en tortilla de harina, a 2
pesos cada uno, y un vasito de refresco que costaba 4 pesos.
Se supone
que es un ‘trabajo fácil’.
No lo es.
En ambos
lados del zaguán había sillas construidas especialmente para aquella actividad.
Sillas amplias y bajísimas que permitían sentarse casi en cuclillas, facilitando
doblar las rodillas y al mismo tiempo abrir las piernas. En la parte más
cercana al sexo se colocaba el cubo de madera, y se amontonaban las plantas,
una sobre otra, con las hojas hacia ‘afuera’ y las raíces cerca del cubo.
Con la mano
izquierda se tomaban los tallos, ásperos, llenos de unas vellosidades que al
principio parecían acariciar, y pasados algunos minutos eran insoportables,
como si en lugar de tallos verdes y frescos se estuviesen sujetando tallos de ortigas.
Con la mano
derecha se localizaba cada cacahuate, y se jalaba, arrancándolo. Esto, en
teoría, fácil, era cansado y más que cansado, brutal.
Los
primeros dos o tres litros no eran mayor problema, cuando se han despepitado
seis o siete litros, las manos, embadurnadas de lodo y con la piel humedecida,
comienzan a sangrar, los dedos no responden, las uñas se reblandecen y aparecen
ampollas en las palmas, en cada falange y al final, es tan doloroso como
pudiera ser una quemadura con agua hirviendo.
Pero era necesario
sacar el trabajo, no tengo idea cuántos litros se supone que debíamos llenar,
por mi parte creo recordar que no fueron más de diez. Mi abuela se quedó otro
par de horas y, ya entrada la noche, llegó a casa con un litro de leche,
galletas, una bolsa con frijol a granel y algunas bolsas de sopa. Aquella
despensa nos ayudaría a llegar a fin de mes.
Más que trabajar,
aquello parecía una condena, un castigo.
Y puedo
asegurarlo, hoy estoy seguro de ello, que el infierno no tendrá la forma que
retrató ni el Dante ni Lovecraft, no tendrá la forma que nos muestran las
producciones hollywoodescas al más puro estilo de Hellraiser.
El infierno
cabe en un litro cúbico y puede tener un rostro de madera.
También un
día, el Cristo, clamando al Padre, lo supo al saberse atado, sometido, a aquel
otro artefacto de madera bajo la forma de una cruz.
Francisco
Arriaga.
México,
Frontera Norte.
[1] El
nombre de la cajita de madera es ‘cuartillo’. Teóricamente, su capacidad es de
1.15 o 1.16 litros. Se utilizaba para medir volúmenes a granel -principalmente
granos- con la seguridad de que jamás su capacidad sería inferior a un litro.
Según parece, iba de por medio la ‘palabra’ y la credibilidad del comerciante al ofrecer su mercadería por volúmenes que el comprador sabía, iban con un excedente:
el famoso ‘pilón’.
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