El hombre que murió el diez de agosto de 1845.
Cuando escuchó la sentencia suspiró aliviado, como si su cuerpo se hubiese diluido a partir del cuello, desapareciendo los brazos, las piernas, el torso. Se sintió libre, seguro ya de cuál sería su destino a partir de ese momento y que podría pagar, en justicia, por los crímenes cometidos, sustrayéndose de indirectas, sospechas, acusaciones y calumnias.
La ejecución se pactó entre jurado y juez; no estaban los tiempos para perder municiones y tampoco para dejar la impronta de la sangre y el plomo en el fondo de algún patio; querían evitar, en caso de alguna posible invasión, dar argumentos al enemigo que hiciesen dudar de la propia misericordia y benevolencia con los condenados a muerte.
La horca, se decidió unánimemente. Y la sentencia se cumpliría al día siguiente, exactamente a las diez de la mañana, contadas a partir de la primera campanada del reloj de la iglesia parroquial —que se decía, mantenía la hora sincronizada con la marcada en el mismísimo reloj de la catedral de Westminster—.
Decidieron borrar su nombre de los registros —en el pueblo vivían menos de dos mil habitantes y eso resultó relativamente simple, bastó arrancar la hoja donde constaban su nombre y la fecha de su nacimiento y no se consignaría en los folios judiciales la fecha ni testimonio de la ejecución una vez que hubiese sido ejecutada—. Le darían la oportunidad de morir sin que su nombre estuviese atado o vinculado, en forma alguna, con las víctimas. Eso sí, le advirtieron que no habría trampilla en el suelo; no podían, tampoco, permitirse el gasto de una obra básica de ingeniería o carpintería, para llevar a buen término la ejecución de la orden.
Le causó gracia esa expresión, ‘buen término’, pero prefirió guardar compostura y mantenerse quieto, lo más solemnemente quieto posible, hasta el último instante. No estaba dispuesto a renunciar a aquella paz que recién había conseguido.
—El estado lo condena a morir en la horca, orden que se cumplirá al sonar la primera campanada, cuando sean las diez de la mañana en punto del diez de agosto del año en curso, es decir, mil ochocientos cuarenta y cinco.
Cerró los ojos, no supo si diez, quince, treinta segundos y mientras tanto, se dio tiempo para escuchar el aleteo de algunas palomas despistadas que buscaban descender en la plaza, ocupada por los curiosos que, incomprensiblemente, iban acallando los murmullos poco a poco. El silencio se estremeció con la campanada magnánima, diríase que el pueblo completo cabría sin dudarlo, junto con la comarca entera, bajo el sonido diáfano y contundente de aquella mole de metal, resonando en todo lo alto.
Sin pensarlo dos veces, el guardia asignado para esta tarea dio un puntapié al banquillo y el ejecutado quedó suspendido, balanceándose cual peonza de albañil, tratando siempre de mantener la compostura.
Lo que sucedió a partir de ese momento se pierde entre los límites de la historia y la leyenda, y pudo ser dilucidado echando mano de una veintena de cuadernos recuperados por el 24° batallón de infantería, que los encontró al buscar replegarse y alcanzar las tierras germanas, según el llamado que recibieron desde los cuarteles en Berlín.
Hubo quienes aseguraron que el nudo estaba entrampado, otros —los más— que aquel hombre, resuelto a no perder la paz conseguida, había logrado superar los límites físicos del aire y que esto le permitió aminorar su peso, al punto de no permitir que la fuerza natural del orbe hiciese su trabajo ahorcándole en aquel mismo momento.
Pasaron diez, veinte, cuarenta minutos.
El ahorcado parpadeó, algo murmuró, el guardia hizo el intento de escuchar, alzándose de puntillas y aguzando el oído, pero no pudo discernir las palabras. Supo que debía acercar la oreja a la boca balbuceante del ejecutado y volvió a colocar el banquillo en posición vertical, esta vez, a una decena de centímetros de los pies del sentenciado.
Se subió y, con voz incrédula, temblorosa, se dirigió a los presentes. —Está rezando.
—¿Qué reza, cuál oración, a quién le reza ese tal? —preguntaron, alternadamente, los más cercanos al patíbulo, incrédulos y curiosos en partes iguales. Quien poseyese el secreto de aquella oración, según podían ver, tendría el poder de burlar a la muerte o, en todo caso, de aferrarse innegablemente a la vida.
—Algo en latín, eso es seguro. Pero deberíamos traer al capellán, para que de fe de lo que está ocurriendo.
Se miraron unos a otros. El capellán, afincado en otra villa, los visitaba una vez al mes, haciendo el viaje a lomo de mula, y llegando siempre en jueves. ¿Quién iría, quién podría traerlo, antes de que el condenado se venciese por el cansancio y callase de una vez?
Un anciano, poeta de afición y borracho por gusto, propuso una solución.
—Si queremos rescatar el rezo, hay que turnarnos uno por uno y repetir la parte que escuchemos, hasta que llegue el capellán y nos diga qué es lo que está diciendo el ahorcado.
Fueron subiendo por turnos, uno a uno, al banquillo, acercando la oreja y oyendo el murmullo, bajaban y se iban repitiendo el fragmento, la parte que habían escuchado y así, en el mismo orden en que fueron bajando, se acomodaron en el suelo, la espalda recargada contra los muros de la plaza, en sentido del reloj, repitiendo alternadamente la parte que habían escuchado.
Cuando sonaron las doce del mediodía, alguien sugirió rezar el ángelus pero unánimemente decidieron trocar el rezo del ángelus por el rescate de aquella oración que, aunque les resultaba vagamente familiar, no podían entender.
Al dar las dos de la tarde, el ahorcado se detuvo. La mujer que en esos momentos estaba encaramada en el banquillo tuvo que ser cargada en brazos cuando se encontró con aquellos ojos abiertos, contundentes, como un par de canicas gigantes, que le miraron fijamente y le pidieron de comer, haciéndole también perder el equilibrio y caer al vacío.
—Tengo hambre —dijo, con una voz que era la voz de cualquiera de ellos y también la voz de nadie.
La sentencia había sido clara y no daba pie a interpretaciones o falsas dicotomías, tampoco a las argucias legales que pueden hacer del ladrón confeso y empedernido un santo varón, generoso y probo.
—Estará colgado hasta que muera. Eso es claro, evidente. Y mientras no muera, comparte la condición de cualquier otro reo. Así que debemos, en tanto no haya muerto, de cuidar de él, hasta que la fuerza del cuello se le agote y muera.
Las mujeres, previendo cómo seguiría aquello, levantaron una hoguera, se hicieron de ollas y cacerolas y llevaron legumbres, restos de carne de res, ciervo, conejo y cordero, y prepararon un guisado que distribuyeron entre los presentes, que seguían repitiendo cada uno la parte que habían escuchado con la obligación de memorizar hasta que supiesen qué estaban diciendo.
Sirvieron un plato y el ahorcado, imposibilitado por los amarres de sus manos y pies, permitió que le alimentasen con una cuchara honda, poco a poco y sin prisa.
Al terminar de comer, a lo lejos vio a dos hombres subirse en una carreta y salir por la brecha que se perdía entre un par de cerros que, se decía, eran también guardianes celosísimos de aquel pueblo.
—Estoy cansado, es muy cansado estar acá arriba —les dijo, al tiempo que todos los que tenían un lugar en el suelo y un fragmento asignado guardaban silencio, levantando la mirada y suplicado, pidiendo a los cielos que no fuese a morir, dejando inconclusa la oración milagrosa que podría librarlos a todos del sueño y la noche eterna. —Dormiré un poco, en cuanto despierte, continuaré mi tarea.
Pasaron un par de horas antes de que volviese a abrir los ojos, y, bostezante, fue tomando conciencia del sol de la media tarde que le caía de lleno sobre el rostro. —¿Alguien podría hacerme algo de sombra? —les dijo, al tiempo que continuó con su retahíla murmurante.
Convencidos de que el condenado no moriría en ese día y quizás tampoco durante la noche —se había acordado que, hasta que llegase el desenlace dictaminado por la ley y en tanto no hubiese muerto, sería considerado como reo— se convocó una asamblea espontánea donde se decidió levantar tres paredes, orientadas al norte, este y sur, alrededor del patíbulo y colocar, apoyándose en las mismas, un tejabán que le aliviase del sol rabioso del mediodía.
Justo a las cuatro de la mañana, al día siguiente, llegaron al límite y los mil novecientos cuarenta y nueve habitantes del pueblo capaces de memorizar y recitar lo aprendido —sin contar los dos emisarios que salieron en busca del capellán, veintidós infantes incapaces aún de valerse por sí mismos y el reo condenado que, ocasionalmente, se balanceaba en el extremo de la soga— tenían asignado cada uno el fragmento que podían repetir sin error, así que se vieron obligados a pasar nuevamente en el mismo orden y memorizar un segundo fragmento.
Veinticuatro horas habían pasado, sonando nuevamente las diez de la mañana en la campana de la iglesia cuando el reo hizo un alto al recitar lo que fuese que aquellos asistentes habían memorizado fragmentariamente, ahora que formaban seis cuadrados concéntricos de los cuales aquellos que no podían recargarse en la pared —el primer cuadrado y el más amplio— habían conseguido acomodarse en el suelo, tendiéndose al sol como tasajos, con la espalda apoyada en las esteras que colocaron ordenadamente sobre las baldosas. —Aún no me muero, y los deberes del cuerpo me llaman.
Para prevenir cualquier tipo de maledicencia o escándalo, se acordó que entre las ancianas se hiciesen cuadrillas, para responsabilizarse del aseo y de las necesidades más básicas y groseras del reo, ayudándose de bacinicas, jofainas, y colocando un enorme retazo de tela haciendo las veces de cortina, para ayudarle en aquellas necesidades imperativas.
Viendo el buen trabajo que hacían y que debería realizarse a su vez, con cierta regularidad, se alcanzaron otros acuerdos; el primero, diariamente ayudar en aquella incómoda pero necesaria tarea de aliviar las urgencias del cuerpo del reo, segunda, semana con semana, todos los lunes también a las diez de la mañana, darle un baño de cuerpo completo y, con un mayor intervalo de tiempo, mes con mes confeccionarle una muda nueva de ropa.
Para no desobedecer la instrucción recibida por el jurado y el juez y no contravenir tampoco las observaciones y órdenes del cuerpo policial, en todo momento debían mantener atadas las manos y los pies del reo, por lo que fueron cortando la tela vieja y cosiendo la tela nueva sobre los miembros atados; al cabo de algunos meses les bastarían solamente un par de horas para confeccionar las vestimentas nuevas sin que aquello impidiese al ahorcado proseguir con su tarea, recitando frase tras frase, las mismas que iban siendo memorizadas alternadamente.
Pasaron diecinueve días antes de que llegase el capellán, un jesuita que lucía una dentadura despostillada, un andar renqueante y parecía tener el hombro izquierdo dislocado. Puesto en antecedentes apenas al llegar al patio, subió a su vez en el banquillo acercando la oreja derecha a los labios murmurantes del ajusticiado.
—...et vidi angelum descendentem de cœlo, habentem clavem abyssi, et catenam magnam in manu sua, et apprehendit draconem, serpentem antiquum, que est diabolus, et satanas, et ligavit eum per annos mille...
Desconcertado, descendió del patíbulo y comenzó a escuchar al azar las frases memorizadas y repetidas pausada y constantemente.
—¡Alabado sea el Señor! —exclamó, trocando la incredulidad en júbilo. —Ese hombre ha estado recitando el texto íntegro de la Vulgata, y está a punto de terminar con el Apocalipsis. Siguiendo ese ritmo y ateniéndonos a los versículos que restan, eso sucederá dentro de una hora y cuarenta y tres minutos. Cuando llegue al Amén final, entre todos habrán memorizado íntegramente la Sagrada Escritura según la consignó Clemente VIII, hace doscientos cincuenta años.
Conforme fue acercándose la hora, un silencio atroz permitió escuchar aquel ‘Amén’ ya anunciado por el capellán y, sin que hiciese pausa alguna, el texto recitado cambió en ritmo y sintaxis.
—…quaestio prima, de sacra doctrina, qualis sit, et ad quae se extendat, in decem articulos divisa; et ut intentio nostra sub aliquibus certis limitibus comprehendatur...
Perplejo, el capellán intentó discernir qué era lo que estaba sucediendo.
Al llegar el final del libro postrero no hubo señales milagrosas, no hubo temblores ni trompetas resonando en el valle, tampoco se abrieron las tumbas ni se desbordó el arroyuelo que corría plácido y ajeno a tales sucesos.
Después de buscar una explicación, creyó encontrarla utilizando el mismo método empleado por el Aquinate en la escritura de la Summa. —En alguna biblioteca de este mismo continente, debe existir un estante donde estén, una al lado de la otra, ambas obras —aventuró. Y si eso resultaba cierto, el libro que siguiese a continuación sería la confirmación irrefutable de que aquel reo, suspendido de la cuerda, estaba recitando de memoria los volúmenes finitos de alguna biblioteca.
Escribió una veintena de cartas con trazos largos, altos y elegantes, dirigidos a otros tantos hermanos bibliotecarios, poseedores tanto de una memoria erudita como de acceso privilegiado a las principales bibliotecas erigidas entre Lisboa y Kiev.
Para no trastocar el orden que nadie había previsto, pero ya podía constatarse como si se tratase de una calca o esbozo del texto sagrado, envió nuevamente a los dos mensajeros hasta la abadía donde se encargarían de entregar las cartas al provincial, y de allí en más sería cuestión de esperar, posiblemente un par de meses, para tener una respuesta. Sólo requería constatar en cuál recinto se encontraba reflejado el orden que allí, palabra por palabra, estaba recitando en latín eclesiástico el condenado que era alimentado, vestido, y cuya sola presencia parecía animar y dar una razón a la vida de la villa que, poco a poco, retomó las actividades más acuciantes.
Cada uno desgranaba sus versículos primero, artículos después, ceremoniosamente, en el mismo orden, como una letanía fragmentada y misteriosa; habiendo encontrado que cada dieciocho horas se completaba un ciclo entero antes de volver a subir al banquillo y escuchar la nueva adición, pudieron pactar guardias, horas de sueño, de trabajo e incluso, horas de estudio que con el capellán como maestro, fueron fraguando en la transcripción puntual de los textos, añadiendo hoja con hoja y cubriendo siete gruesos volúmenes con letra uncial, encuadernados con maestría y resguardados por gruesos cortes de piel vacuna, previamente curtida y tallada para aquellos efectos.
La transcripción completa de la Summa les requirió cuarenta y siete volúmenes, todos con el mismo tamaño, y fue justo cuando comenzaron a transcribir los textos de la tercera obra que el misterio quedó resuelto.
El orden de los libros no tenía margen de error, el ahorcado estaba recitando en orden los volúmenes de la biblioteca personal y privada del duque de Sajonia—Weimar. Dicha información le había sido entregada de manera anónima ya que el informante, sabiendo a quién pertenecía la biblioteca y la innegable tradición luterana de la misma, también tenía por hecho comprobado de que si aquello se hiciese público pondría en entredicho la política y los acuerdos que se tambaleaban apenas cambiaba el pontífice o los distintos reyes y príncipes de los diferentes imperios y reinos.
No obstante, imposibilitado para reanudar a su vez sus actividades como capellán y atender el resto de sus villas, el capellán decidió abandonar todo contacto con el exterior, valiéndose de los dos mensajeros para llevar y traer alguna noticia al tiempo que paliaban con tintas y papeles las necesidades más apremiantes de aquella empresa.
Computando el paso del tiempo, un buen día, con menos asombro que convicción, el capellán dictaminó que habían pasado ya once años y seis meses desde el comienzo de la empresa y que habían conseguido la transcripción de cinco versiones diferentes del texto sacro, la transcripción de la Summa y la obra íntegra de Agustín, Ireneo, Beda el Venerable, algunas obras de Calvino y Melanchton, además de varios volúmenes de obras y comentarios sobre textos griegos, principalmente de Tucídides, Porfirio y Aristóteles.
Miró a quienes aguardaban su turno, haciendo una fila, para aprender y memorizar lo que viniese a continuación y pudo comprobarlo, los viejos no envejecían más, los niños tampoco habían crecido, los hombres y las mujeres mantenían los mismos rasgos que él encontró al entrar en el pueblo casi doce años atrás. Lo que segaban un día, al amanecer en el día siguiente era restituido, al igual que el ganado sacrificado para alimentar a los oyentes y para ese entonces también ya escribientes. Las provisiones de carbón no se agotaban y el riachuelo se mantenía constante, diáfano y fresco.
Decidieron, alcanzados los doce años, convocar nuevamente a una asamblea de la que, unánimemente, todos obtuvieron la satisfacción y confirmación de sus sospechas y deseos. Aquel hecho repetitivo de lo que inicialmente se pensó eran oraciones, había conseguido ganarles años de vida, como si la repetición continua de aquellas frases, una tras otra, fuesen conjuros contra la vejez y el paso del tiempo. De allí la decisión unánime de seguir adelante y mantener los ritmos, la rutina, manteniéndose a un tiempo ocupados en burlar a la muerte y sustrayéndose a la tentación de saber cómo iba cambiando el mundo que, se adivinaba, seguiría su rumbo febril e impaciente allende los dos cerros.
El capellán, conocedor por derecho propio de la justa y óptima distribución de las mejores bibliotecas de la orden que existían en el continente, diseñó un edificio con tan artificiosa maestría que los más dudaban que fuese, en efecto, un capellán, y comenzaron a dudar si no sería aquel un ingeniero militar o civil, enviado por las autoridades del Sacro Imperio para espiarlos y robarles el secreto de la inmortalidad.
Sabiendo que eso sucedería, los dejó murmurar a su antojo y hasta que se puso una cruz tallada en escala uno a uno, en lo alto de la fachada, exclamó a pulmón abierto ‘¡Finitum est!’ y se permitió romper el orden mensual de los jueves primeros, para decir misa aquel martes justo al mediodía. Asistieron todos, menos los asignados a la fila que tenían turno para aprender su nueva frase, la que sería anotada inmediatamente después en el folio correspondiente.
Desgranado el tiempo, fueron acumulándose los volúmenes; se diseñó un archivero donde fue indexándose el contenido y el orden de los libros y el capellán se lamentaba que no hubiese forma de compartir con el exterior la proeza de lo allí conseguido; hacerlo equivaldría a renunciar a aquella gracia otorgada por el Todopoderoso.
Los emisarios eran el único vínculo que seguía uniéndolos con el exterior y, ocasionalmente, traían consigo alguna gaceta o periódico que les permitía saberse agraciados y afortunados de no formar parte de aquella locura que comenzaban a llamar ‘el progreso del hombre’.
Así, pasaron cincuenta, sesenta, ochenta años y el ahorcado seguía dictando puntualmente los textos, ellos transcribiendo y el orbe girando con paciencia e indiferencia, variando ocasionalmente la disposición de las nubes y el viento. Habíanse, hay que decirlo, acostumbrado ya a la falta de lluvia.
Los mismos años que llevaban transcribiendo aquella vorágine de palabras eran los mismos años que no había caído una sola de agua sobre los tejados o sobre las piedras o baldosas de las calles y los patios. Increíblemente, eso no mermó la frescura de la hierba, la energía y salud del ganado ni de las aves y día con día se miraban unos a otros, los mismos, con las penurias y fortalezas que eso implicaba. Los jóvenes reían, los viejos se sentían afortunados de prolongar el término de su vida diez, veinte, treinta años, los más ancianos comprobaron que alcanzaban ya los ciento cuarenta, ciento cincuenta años y aún podían andar del arroyuelo a la plaza, memorizar y aportar a aquella tarea común, cuidar de los niños y aconsejar a los jóvenes por más que los niños de brazos siguiesen requiriendo el pecho materno y ya contasen con más medio siglo de edad pero viviesen su día a día sin ser tocados por los vicios, las tentaciones o las penas, inmersos en un estado natural de gracia que para ellos era otra prueba innegable de la presencia y voluntad de Dios.
Habían seguido el curso de la historia, gracias a las hojas impresas que los dos emisarios les llevaban de vez en vez y sabían, por ejemplo, que Bismarck había tenido gran importancia en el país y que recién había caído, dejando tras de sí una Europa convulsa, reticente y recelosa.
—La historia vuelve a repetirse y sólo habrá un desenlace. Continuemos nuestro trabajo, bien pudiera ser que el Altísimo nos haya dado la dignidad de ser el contrapeso que equilibre la balanza ante tales barbaries —dijo el capellán.
Con el pensamiento puesto en la dicha y fortuna de saber que estaban prestos a alcanzar el siglo, sin cesar en la escucha y transcripción de lo dictado, fueron preparando lo necesario para el festival que conmemoraría los cien años que, gracias a aquella empresa inverosímil, habían conseguido sustraer del torrente brutal del tiempo.
Justo al amanecer, poco después de alcanzados los noventa y nueve años y llena media ala de la biblioteca con los volúmenes encuadernados y debidamente ordenados según el sistema de indexado propuesto por el capellán, se convocó una reunión que comenzaría a las diez de la mañana, para detallar cómo se festejarían los cien años y qué harían si, prosiguiendo con aquel ritmo, consiguiesen llenar la biblioteca con las transcripciones de otros cien años más.
Poco a poco fueron concentrándose en la plaza, sobre las esteras cuyos lugares ya sabían de memoria, acomodándose en el mismo orden que no había sido modificado ni una sola vez durante los noventa y nueve años ya transcurridos. Acostumbrados sin darse cuenta a medir la inclinación de la sombra y la posición del sol en el cielo, podían sin margen de error calcular el momento exacto en que sonarían las diez de la mañana en el reloj parroquial que, como si se tratase de un ensalmo, no había sido reparado ni ajustado una sola vez desde que se dio cumplimiento al veredicto.
Hasta aquí, esto es lo que puede saberse tomando en cuenta una veintena de diarios escritos en la privacidad del hogar de algunos habitantes del pueblo —todos con uncial y con igual artificio—, la bitácora que llevaba también en secreto el capellán y con la que pretendía, para mayor gloria de la orden y también del imperio, dar a conocer a la Compañía aquel portento y los logros conseguidos en un siglo de trabajo ininterrumpido.
El once de diciembre de mil novecientos cuarenta y cuatro, retirándose furtivamente de las costas francesas, todavía de mañana, el 24° batallón alemán —conformado por poco más de trescientos soldados— entró en un pequeño valle franqueado por un par de cerros, unas cien millas al noreste de Aix—en—Provence. Acostumbrados a la destrucción y barbarie de la guerra, incrédulos primero, y recelosos después, encontraron las tierras florecientes y las huertas a punto para ser cosechadas, los animales bien cuidados y alimentados en varios corrales, algunas casas de la periferia perfectamente ordenadas, limpias, con ventanas y puertas abiertas de par en par, las camas tendidas y en algunas cocinas incluso un fogón con grandes ollas cuyos contenidos se encontraban en medio de la cocción.
El teniente, sabiendo que solamente podría sacar provecho de aquella situación sorprendiendo a los moradores del pueblo con exactitud y contundencia, ordenó desmontar el cañón y cargarlo en peso hasta colocarlo a una distancia pertinente, tras la iglesia parroquial. Era necesario que, con un único disparo, destruyesen el reloj y la campana —lo que, según su experiencia, haría que hasta los más valientes entrasen en pánico—, evitando así que se diese una señal de alarma que facilitase algún tipo de respuesta armada por parte de los habitantes. También había ordenado que, simultáneamente, el resto del batallón rodease el pueblo y estrechase el cerco, avanzando por las calles y callejones y las brechas entre los corrales y huertos, para impedir que alguien pudiese escapar de aquel ataque improvisado.
Hay quienes dicen que faltaban cinco minutos, otros que fue justo antes de sonar la primera campanada, otros más que el cañonazo dio de lleno en la campana haciéndola añicos y destruyendo también la torre y buena parte de la techumbre de la iglesia junto con el reloj.
Cuando entraron en la plaza encontraron, ordenadas cuidadosamente, mil novecientas cuarenta y nueve esteras, cada una con un montón de huesos enredados con harapos viejos y enmohecidos, una horca levantada en el centro del lugar, con otros tres montoncitos de huesos al pie y un único cadáver de alguien que, se adivinaba, recién había fallecido ahorcado con una cuerda maciza y robusta y se balanceaba grácil y regularmente, como la pesa de un metrónomo que midiese el tempo de alguna marcha fúnebre.
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