El hombre que murió el diez de agosto de 1845. Cuando escuchó la sentencia suspiró aliviado, como si su cuerpo se hubiese diluido a partir del cuello, desapareciendo los brazos, las piernas, el torso. Se sintió libre, seguro ya de cuál sería su destino a partir de ese momento y que podría pagar, en justicia, por los crímenes cometidos, sustrayéndose de indirectas, sospechas, acusaciones y calumnias. La ejecución se pactó entre jurado y juez; no estaban los tiempos para perder municiones y tampoco para dejar la impronta de la sangre y el plomo en el fondo de algún patio; querían evitar, en caso de alguna posible invasión, dar argumentos al enemigo que hiciesen dudar de la propia misericordia y benevolencia con los condenados a muerte. La horca, se decidió unánimemente. Y la sentencia se cumpliría al día siguiente, exactamente a las diez de la mañana, contadas a partir de la primera campanada del reloj de la iglesia parroquial —que se decía, mantenía la hora sincronizada con la marcada e...
La letra mata. El Espíritu vivifica. Escribir, transfigura.